La Virgen María: ‘jactancia’ de la humanidad
18 de agosto de 2022
Columna del Arzobispo Wenski para la edición de agosto 2022 de La Voz Católica.
Los poetas cristianos han cantado a lo largo de los siglos las alabanzas de María, la Madre de Dios y madre nuestra. El poeta romántico inglés, William Wordsworth (1790-1850), la describió como “la jactancia solitaria de nuestra contaminada naturaleza humana”, porque María no tuvo pecado desde el primer momento de su concepción.
La solemnidad de la Asunción de María, celebrada el 15 de agosto, se comprende propiamente a la luz de su Inmaculada Concepción. El Concilio Vaticano II, reafirmando la Tradición (y la declaración infalible de Pío XII sobre la Asunción como dogma de la fe católica en 1950) enseñó que “la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha del pecado original, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial cuando terminó su vida terrenal y fue exaltada por el Señor como Reina sobre todas las cosas”. (Lumen Gentium #59)
Dios, en vista de su papel especial en la historia de la salvación como Madre del Verbo Encarnado, anticipó los frutos de la redención de Cristo y preservó a María de todo pecado, original y real.
Al celebrar esta fiesta mariana, observada como un día santo de precepto (excepto cuando cae en lunes en los EE. UU., como sucedió este año), reconocemos que Dios ciertamente cumple sus promesas. La Asunción de la Santísima Virgen “ancla” nuestra esperanza de que Dios creó al género humano para algo más que para morir un día. Como aprendimos en el catecismo de nuestra juventud, “Dios nos ha hecho para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y ser felices con él en la próxima”.
Como María, cada uno de nosotros está creado a imagen y semejanza de Dios; y, como María, cada uno de nosotros está llamado a un futuro de esperanza, entendida según la visión de Dios en el cielo.
Por su Asunción “en cuerpo y alma” al cielo, María ya participa de ese futuro de esperanza al que aspiramos como pueblo peregrino. Gracias a la gracia del bautismo hemos sido hechos hijos de Dios y herederos de las promesas de Cristo.
San Pablo escribe: “Sabemos que todas las cosas son favorables para los que aman a Dios, quienes son llamados conforme a su propósito. Porque a los que antes conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, de modo que él pueda ser el primogénito entre muchos hermanos y hermanas. Y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, también los glorificó.” (Romanos 8: 28-30)
Estas palabras se cumplen con creces en la vida de la Virgen María, que se convirtió en Madre de nuestro Salvador, “la primogénita entre muchos hermanos y hermanas”. De hecho, las palabras de Pablo tienen una aplicación única para María: porque en su Inmaculada Concepción, ella fue “predestinada”; en el Misterio de la Anunciación, ella fue “llamada”; en su Asunción, en cuerpo y alma al cielo, fue “justificada”; y, en su Coronación como Reina del cielo y de la tierra, fue “glorificada”.
Por voluntad de su Hijo desde la cruz, somos también sus hijos. Y aunque somos pecadores, hacemos de María nuestra gloria. Nos dirigimos a ella con confianza y le pedimos que, a través de su oración y siguiendo su ejemplo de confianza obediente en la voluntad de Dios, también nosotros seamos conformados a la imagen de Jesús, su Hijo.
¡Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros pecadores para que seamos dignos de las promesas de Cristo!