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Jesús vive, la vida tiene sentido

21 de abril de 2023

Columna del Arzobispo Wenski para la edición de abril 2023 deLa Voz Católica.

Cristo ha resucitado, y su resurrección de entre los muertos arroja una luz decisiva sobre todo lo que le precedió. Ahora, a la luz de la Resurrección, las palabras de Jesús y las palabras de los profetas que le precedieron se entienden con una nueva claridad. La Cruz, antes considerada justamente como un instrumento de cruel tortura y vergüenza, ahora se revela como el Árbol de la Vida: A partir de ahora, comprendemos que al abrazar la cruz, no se nos roba la vida, sino que encontramos la verdadera vida.

Como cristianos que aún vivimos en el mundo, experimentaremos todo tipo de pruebas y tribulaciones. Los sufrimientos de Cristo no nos eximen de sufrir nosotros mismos; pero sus sufrimientos, vistos a la luz de su Resurrección, dan sentido y esperanza a los nuestros. La vida ha sido redimida: a pesar de todas sus penas, dolores y desilusiones, la vida tiene sentido. Y así, ni siquiera el sufrimiento nos quita la alegría en la promesa futura de nuestra propia Resurrección.

Porque la Pascua nos convence no solo de que Jesús resucitó, sino de que nosotros también resucitaremos.

Nuestra fe cristiana nace no tanto de la aceptación de una doctrina, sino del encuentro con una persona: con Cristo, una vez muerto, pero ahora resucitado. Cristo, que se encontró con las mujeres que vinieron al sepulcro, es el mismo Cristo que se encuentra hoy con nosotros en su Palabra y Sacramento.

Jesús no es solo un personaje de un pasado lejano. No se le recuerda de la misma manera que se recuerda a los grandes hombres y héroes que vivieron hace mucho tiempo. Podríamos hablar de ellos y de sus obras. Pero no podemos hablar con ellos o entablar amistad con ellos. Jesús, sin embargo, es el mismo ayer, hoy y siempre. Él Vive.

Habiendo roto las cadenas de la muerte, camina delante de nosotros como el que está vivo, y nos llama a seguirlo, al que vive, y a entrar en una relación de amistad con él. Así descubrimos el camino de la vida, una vida siempre nueva, porque nunca morirá.

Por tanto, en el don de la Pascua están las exigencias de la Pascua: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba”, nos dice San Pablo (Col. 3:1). Toda la vida de Jesús estuvo moldeada por su obediencia a su Padre. Para nosotros, vivir en Cristo significa que nunca permitiremos que las cosas de este mundo nos distraigan del verdadero propósito y meta de nuestra existencia. Debemos procurar hacer la voluntad de Dios en todas las cosas, incluso en las cosas aparentemente más mundanas. Pero hacer la voluntad de Dios y seguir los mandamientos no nos priva de la alegría, sino que es lo que hace posible la verdadera alegría.

De hecho, la alegría es una señal de que hemos estado con el Señor. Y este gozo viene no solo por seguir la ley de Dios, sino también por conocer a Dios en su Hijo, Jesucristo. Viene de experimentar su misericordia y gracia y compartir su vida divina. Nuestro testimonio será mucho más creíble si es alegre. Nuestra alegría permite a Dios sonreír a través de nosotros y así, incluso en estos tiempos difíciles, traer una esperanza renovada al mundo.

Para los católicos, la Pascua es nuestro regreso cada año a nuestro propio bautismo… nuestro propio «paso» o «Pascha» a la nueva vida en Cristo. La Cuaresma fue un llamado a una conversión renovada de la mente y el corazón, un regreso al Señor porque, aunque estamos bautizados, lo que constantemente perdemos y traicionamos es precisamente lo que recibimos en el bautismo. Y así, en Pascua, se nos recuerda que fuimos creados para la vida: la vida eterna que trasciende los límites de este mundo y supera incluso la limitación de la muerte. Nuestro bautismo es hoy un testimonio radical en un mundo que niega que el hombre haya sido creado para otra cosa que no sea la muerte.

La fe en la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos da la fuerza interior para ejercer nuestro compromiso bautismal de vivir, de diferentes maneras, vidas de servicio y significado. Cristo, al resucitar de entre los Muertos, salva todo lo que es verdaderamente humano, y por el don de su Espíritu hace posible que ya no vivamos para nosotros, sino para Él.